dilluns, 19 de gener del 2009
Cuando el tormento se transformó en brillantez
“Mi vida, al menos como artista, puede proyectarse exactamente igual que la gráfica de la temperatura: las altas y bajas, los ciclos claramente definidos (…) Un día comencé a escribir, sin saber que me había encadenado de por vida a un noble pero implacable amo. Cuando Dios le entrega a uno un don, también le da un látigo; y el látigo es únicamente para autoflagelarse”. Así da comienzo el prefacio de Música para camaleones, conjunto de relatos publicado en 1980 por uno de los escritores más brillantes del siglo pasado, y una buena muestra de su mayor virtud (y a la vez, su mayor condena): el tormento que sintió desde muy joven, responsable quizá del estilo personal del autor.
Truman Capote (Nueva Orleans, 1924–Los Ángeles, 1984) realizó grandes y numerosos viajes, tanto espaciales como íntimos, durante su corta vida. De una granja al sur de los Estados Unidos a la Gran Manzana, donde acabó codeándose con la aristocracia neoyorquina del momento; de la soledad de un pequeño atormentado que descubre en la escritura su mayor aliado, a una vida social llena de éxitos, reconocimientos y adinerados amigos. Por estos cambios empieza, precisamente, Música para camaleones donde, a través de una verdadera declaración de principios, Capote recorre su currículum literario y personal: desde los primeros artículos publicados con apenas 17 años hasta la “crisis” que le lleva a concebir la presente obra y la que vendrá después, Plegarias atendidas.
De la obra de Capote se han destacado especialmente dos volúmenes, A sangre fría (1966), primera novela de no–ficción, donde el autor exhibe su capacidad de alejarse de la historia al contar el asesinato de la familia Clutter a manos de Dick y Perry, historia para la que pasó 5 años investigando y considerada ahora la reina de el Nuevo Periodismo; y Desayuno en Tiffanny’s, llevada al cine con Audrey Hepburn como protagonista.
Lo que se nos presenta en Música para camaleones es la culminación de la obra de Capote, en un momento en que el autor comenzaba a sentir ya la depresión que le llevaría a la autodestrucción, y a morir por sobredosis con tan sólo 60 años. Que el lector no espere encontrar aquí un autorretrato o forma similar, recurso demasiado simple para el autor. Lo que se nos presenta ahora es una magistral exhibición de su artillería estilística, cosechada desde la infancia y trabajada a través de relatos cortos, novelas tradicionales, novelas de ficción, guiones cinematográficos e incluso entrevistas para “Playboy”.
Dividida en tres partes, Música para camaleones comienza con una serie de relatos del mismo nombre, donde el autor empieza a poner a prueba sus dotes literarias y periodísticas. La narración de su encuentro en La Martinica con una anciana rodeada de camaleones que bailan al son de la música es la primera de las muestras que se incluyen en este volumen, dejándonos comprobar la asombrosa facilidad que tiene Capote para formas visiones clarísimas en las mentes de sus lectores con apenas unas pocas palabras (“Es alta y esbelta, quizá, de setenta años, cabellos plateados, ‘soigne’, ni negra ni blanca, el color oro pálido del ron”). De su dominio para controlar los saltos espaciotemporales tenemos un ejemplo en “El señor Jones”, un brevísimo relato sobre uno de sus compañeros en una pensión en 1945.
Una intensa experiencia con una pareja de borrachos en un automóvil y una anciana adorable con un montón de gatos congelados en su nevera, o la historia de un matrimonio destrozado, donde el autor vuelve a ocultarse tras los ojos de un narrador omnisciente, son algunos de los ejemplos de la muestra de este dominio estilístico que se nos presenta como un auténtico regalo en Música para camaleones. No faltan aquí ni relatos donde el autor se convierte en un mero narrador de los hechos, ni historias donde él mismo es uno de los protagonistas, desnudándose ante nosotros. Especialmente relevantes en este sentido son los relatos “Hospitalidad”, recuerdos de infancia de la Norteamérica sureña, y “Deslumbramiento”, una muestra del tormento de Capote del que antes hablábamos, esta vez causado por el descubrimiento de su homosexualidad en la adolescencia.
La segunda parte del volumen, “Ataúdes tallados a mano”, relata la historia de varios asesinatos acontecidos tras la recepción de pequeños ataúdes que contienen las fotografías de las víctimas, sirviéndose de nuevo de hechos reales que conmocionan al lector por su crudeza. Al contrario que en la narración de “A Sangre fría”, de temática similar, en esta ocasión el autor se convierte en uno de los personajes, explicando toda la historia por medio de sus conversaciones y visitas a uno de los investigadores, obsesionado por el caso sin resolver, y constituyendo la mayor muestra de esta artillería estilística de Capote. Mezclando técnicas cinematográficas (con “apartes” descriptivos incluidos) con recursos de la narrativa tradicional, con la buena elección de dejar caminar solo al diálogo cuando no se necesita nada más para crear el misterio que hace falta en el relato, haciéndose notar en el relato sólo cuando debe, y no gratuitamente, e incluso solucionando las cuestiones temporales con un resumen de sus propias notas que, lejos de ser el camino fácil, nos muestran de nuevo las armas del autor al concentrar tantos años en tan pocas palabras, sin dejar al lector perderse un solo detalle de la trama.
Por si esto fuera poco para justificar su dominio de las técnicas narrativas, el volumen finaliza con una serie de “Conversaciones y relatos” que servirán, en este caso, para conmover al lector. A través de técnicas cercanas de nuevo a las cinematográficas, combinadas con las técnicas narrativas clásicas, Capote nos dejará escuchar una conversación con un ex–compañero de colegio al que creen pederasta, lo que acontece una tarde cualquiera en su Nueva Orleans natal o su experiencia huyendo de la ley al querer proteger su secreto profesional.
Especialmente magistrales resultan en este apartado cuatro relatos. El primero de ellos, titulado “Un día de trabajo”, permite al lector acompañar a Capote y a Mary, una inmigrante latina afincada en Nueva York que se gana la vida limpiando a domicilio en una de sus jornadas laborales. En su visita a varios apartamentos, el lector conocerá las vidas de personajes muy diferentes por medio de los diálogos que mantiene Capote con la empleada del hogar (consumidora de marihuana en sus horas de trabajo, por cierto) y de las descripciones de los desperdicios de sus domicilios.
La conversación con un asesino vinculado a la temida “familia” Manson mostrará al lector su dominio para tratar con seres indeseables como éste, que aquí se nos presenta como un frío y calculador preso de la cárcel de San Quintín, escenario habitual en los relatos de Capote.
Su encuentro con Marilyn Monroe es, sin duda, otro de los momentos álgidos de Música para camaleones. Una simple conversación de amigos le sirve a Capote para mostrarnos a la Marilyn desconocida, la insegura, la que teme por sus kilos de más, la que tiene celos, la que no sabe cómo presentarse en un entierro, pero también la que tiene esa luz especial que la hace única. Técnicas cinematográficas que recurren incluso a la técnica del plano/contraplano, dejando al lector meterse en la conversación y conocer mejor a esa “adorable criatura” de la forma más visual jamás usada en sus obras.
Culminando este volumen llega el relato “Vueltas nocturnas. O experiencias sexuales de dos gemelos siameses”, una escena surrealista donde Capote se relaciona con su alter–ego e incluso se entrevista a sí mismo, desnudándose ante nosotros con aquellas míticas palabras: “Soy alcohólico. Soy drogadicto. Soy homosexual. Soy un genio”.
El genio de la novela de no–ficción, el genio del relato corto, el genio de los genios. El genio que en Música para camaleones muestra toda su artillería estilística por medio de todos los registros conocidos y por conocer, el genio que se denuda ante nosotros en la que supone la culminación de toda su obra por ser, precisamente, la que concentra todas sus virtudes. Música para camaleones está condenada a hacer disfrutar a sus lectores, a hacerlos disfrutar con el dominio técnico pero también con la variedad de sus temas, con los secretos de las vidas anónimas y conocidas que aquí se incluyen. Por encima de todo, sin embargo, con la magistralidad técnica y estilística de una de las mayores mentes que han nacido en este siglo, condenada a la perdición por su atormentada vida, por ese látigo que Dios le entregó con el don de la escritura, y que aquí se nos muestra en todo su esplendor.
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Otro periodismo es posible
“El verdadero destino de la literatura en este siglo es la no-ficción”. Tom Wolfe. Argentina, 2008.
Un traje blanco hecho a medida, un bastón cual peregrino e incontable dientes de oro son algunas de las marcas “de la casa” de Mr. Wolfe, nacido en el corazón de Estados Unidos en 1931. Personaje reconocido, además de por su pintoresca forma de aparecer en público, convertido en un auténtico dandy a la vieja usanza, por fabricar millones de dólares con sus escritos y por ser considerado el padre de un movimiento (literario, periodístico o como lo prefieran) como lo es el Nuevo Periodismo. Movimiento del que, desgraciadamente, contamos con pocos referentes en nuestro país.
A este movimiento, resumido tan sintéticamente que roza el pecado, podríamos definirlo como el auge de una nueva forma de periodismo que tiene sus inicios, según defiende el propio Wolfe, en la década de los 60 en Estados Unidos. El nuevo género, sintetizado por algunos como la “novela de no-ficción”, se sirve de información real y la manipula (no en el sentido negativo de la palabra, se entiende) hasta convertirla en un relato, aprovechando así todas las posibilidades que eso conlleva.
De esta nueva forma de hacer periodismo se sirve Wolfe para escribir este volumen, publicado por primera vez en 1977, y convertido ahora en la “Bíblia” de este movimiento. Una primera parte a modo de ensayo, en la que el escritor fija en papel las bases de esta corriente, nos descubre la historia y razón de ser del nuevo movimiento en el que también podemos enmarcar a otros escritores como Breslin o Hunter Thompson (al que el autor otorga aquí el premio “Cojones de hierro” por su labor periodística). Que el lector olvide ahora su noción de ensayo, de carácter académico y pesado, pues Wolfe es capaz de crear un escrito ameno y claro, con la marca de la casa del autor, con ese estilo inconfundiblemente único, directo y arriesgado.
De hecho, si algo sorprende de Wolfe es precisamente su forma de expresarse, la naturalidad y aparente anarquía con la que lo hace (no poco meditada, por otro lado), quizá la misma valentía que le llevó a romper esquemas en un periodismo que había entrado en la peligrosa espiral del “dejarse llevar”, un periodismo que ya no aportaba nada nuevo a sus lectores (“El nuevo periodismo no puede ser ignorado por más tiempo en un sentido artístico… Dejemos que el caos reine… más alta la música, más vino (…) ¡la pista es de vidrio!... y de tan glorioso caos puede surgir, de la fuente más inesperada, de la forma más inesperada, algunos nuevos y gruesos y bonitos Cohetes Titulares Periodísticos que inflamarán el cielo”).
La importancia de El nuevo periodismo radica, principalmente, en dos puntos: por un lado aporta al nuevo movimiento las bases que por sí sólo quizás no habría sido capaz de desarrollar, y por otro hay que reconocer la valentía del autor, su manifiesto en defensa de una corriente criticada tanto por el movimiento literario como por algunos sectores del periodismo. A través de un recorrido lógico que empieza por la descripción de la profesión, Wolfe aborda el nacimiento del Nuevo Periodismo, las reacciones de las élites literarias y es capaz incluso de esquematizar las técnicas utilizadas de forma clara y precisa, sin olvidar nunca su tono irónico y desenfadado.
No faltan aquí referencias negativas a la nueva corriente, que el autor se encarga de ilustrar y refutar con argumentos sólidos, en una segunda parte añadida como anexo al ensayo en que aborda algunos de los puntos más problemáticos, como la batalla mito vs. Realidad, la novedad de este movimiento o el trabajo de preparación de la pieza clave del género, el reportaje literario.
El mayor acierto de Wolfe radica, sin embargo, en ilustrar su obra con una antología de textos elegidos con mucho cuidado, que tienen la función de corroborar todos y cada uno de los ejes temáticos planteados a lo largo del ensayo y que lejos de ser una muestra del talento propio (del que tendría para dar y vender) recogen fragmentos de obras de escritores tan diversos como Rex Reed, Robert Christgau o Barbara L. Goldsmith, dejando incluso un hueco para su archienemigo Norman Mailer, del que se ha despachado públicamente en más de una ocasión. Entre ellas, en su obra El periodismo canalla y otros artículos (Anagrama, 2000).
De la antología de textos recogidos en esta edición vale la pena especialmente destacar el trabajo de Rex Reed con su pieza “¿Duerme usted desnuda?”, relato de un encuentro con la actriz Ava Gardner que supone uno de los mejores ejemplos de Nuevo Periodismo, con una construcción por escenas brillante, donde la inclusión de los diálogos se convierten en la mejor forma de dejar claro que el relato no debe servirse sólo de la ficción. La realidad tiene argumentos de sobra para atraer a los lectores.
Otra ilustración diferente de Nuevo Periodismo es la recogida en “La dolce Viva” de Barbara L. Goldsmith, donde el contacto de la periodista con la historia que cuenta se convierte en su mayor valor, desvelando los secretos de la banda de Andy Warhol de una forma sincera, directa y que habla directamente al lector.
La ilustración de la importancia de la descripción en esta corriente le corresponde aquí a Joe McGinns, con su relato “Cómo se vende a un presidente”, donde la captación del diálogo (uno de los puntos más reivindicados en el ensayo de Wolfe) vuelve a ser clave para mostrarnos a un presidente Nixon obsesionado por la perfección.
“Beth Ann y la macrobiótica”, de Robert Christgau, finalmente, se gana también a pulso su inclusión en este volumen por tratarse, en palabras del propio autor, de uno de los mejores relatos de la historia, que cautivó al mundo con la obsesión de la protagonista por una dieta macrobiótica.
Tom Wolfe, el reportero intrépido, el dandy más conocido de Norteamérica, ha pasado en su vida profesional por varias etapas que le han llevado a trabajar como reportero (en el sentido clásico del término, se entiende), máximo exponente del Nuevo Periodismo e incluso escritor de novelas a la vieja usanza. Sin duda alguna, este volumen supone la culminación de su obra. Una obra imprescindible para la corriente surgida en los 60, su decálogo, que asentó las bases de un movimiento criticado por muchos y alabado por muy pocos, ilustrado de una forma exquisita para gusto del lector, que al finalizar su lectura no podrá evitar tener ganas de salir a la calle y tomar contacto directo con el mundo que le rodea.
dilluns, 5 de gener del 2009
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Volveré. Más sabia, más fuerte. Aunque aún no sé cuándo.
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